Hace unos años conocí a Isabel. una mujer que, como muchas, había probado de todo para mejorar su piel: cremas costosas, tratamientos agresivos y dietas milagrosas. Nada parecía funcionar, y su frustración era evidente. "Me compraba cremas, me las ponía dos días y las dejaba… no veía cambios", me confesó.
Cuando analizamos su rutina, todo tenía sentido: jornadas eternas de trabajo, poco sueño, una dieta desbalanceada y cero tiempo para ella misma. Su piel no solo estaba reflejando el paso del tiempo; era el reflejo de una guerra interna que nadie le había enseñado a combatir.
Le hablé del estrés oxidativo y de cómo afecta todo lo que vemos (y sentimos). Y aunque al principio dudó, decidió intentarlo. Juntas diseñamos una rutina sencilla: alimentos ricos en antioxidantes, mejores hábitos de sueño y productos que realmente nutrieran y protegieran su piel. En semanas, empezó a notar los cambios. En meses, era otra persona.
"Tengo más constancia, mi piel ha cambiado, me siento segura", compartió con una sonrisa.
Su transformación no solo mejoró su apariencia, sino también su confianza y bienestar general. Puedes ver la charla que tuve con Isabel hace unas semanas aquí: